Juan de Mesa
La obra de Juan de Mesa
La fama de Mesa se debe a la maestría en la interpretación de la Pasión de Cristo, resumiéndola en iconos de extraordinario impacto en el sentir religioso del pueblo católico. El tipo del Crucificado o del Nazareno creado por Juan de Mesa se mantiene todavía vigente al cabo de casi cuatro siglos. En la captación de la idea que Mesa va a plasmar en sus expresivas tallas hay mucho de temperamento personal, pero creemos que también es fundamental la relación del autor con los jesuitas. La Compañía es una orden joven, nacida en el ambiente que genera el Concilio de Trento y pensada para propagar la fe en el más estricto servicio al Papado. El arte de Mesa, más humano, más sensitivo que el de Montañés, aportaba unos matices de realismo que eran interpretados como novedad, lo que hoy hubiéramos tenido por vanguardia. Era una forma de transmitir el mensaje religioso que coincidía con los intereses renovadores de la Compañía. Si ésta buscaba nuevas formas para expresar sus doctrinas renovadoras, Juan de Mesa tenía esas formas. Pero no descuidó el escultor la relación con otras órdenes, como los mercedarios, ni con los conventos de monjas, ni con las cofradías, interesadas también en la propagación de la fe de Trento. Ni, por descontado, con las familias pudientes e influyentes, a las que entusiasmó con la fuerza de su plástica: así surge el soberbio Cristo de la Agonía, para el contador real Juan Pérez de Irazábal, o los frascos de pólvora, destinados a la majestad cazadora de Felipe IV, por encargo del duque de Medina Sidonia, señor del coto de Doñana [1].
Los clientes de Juan de Mesa sabían que era un artífice esencialmente imaginero. Si consideramos que el gran negocio del momento era, como se dijo, la fabricación de retablos, que podía incluir esculturas o pinturas, llama la atención la escasa dedicación de Mesa a este menester. Se le busca esencialmente para hacer imágenes.
Y sobre todo imágenes de la Pasión, donde lograría sus obras maestras. Sin embargo, no debemos olvidar la capacidad para expresar la dulzura, que ocasionalmente aflora en el artista. Su obra más temprana, la Inmaculada carmelitana de las Teresas de Sevilla (1610), transmite esa dulzura, y la hermosa Virgen de la Misericordia del Hospital de Antezana (1611), en Alcalá de Henares, también revela ese rasgo, junto al de la felicidad infantil del pequeño Jesús. Son elementos cercanos todavía a la estética del maestro Juan Martínez Montañés, pero modificados por un espíritu amante de la turgencia, de la felicidad provocada por la exuberancia barroca, Paños abundantes, empaque teatral en las figuras, arrogancia sana del triunfo de la fe.
Sus imágenes de santos, como el San Juan procedente de la Cartuja de las Cuevas (1624) o el San Ramón de los Mercedarios de Señor San José (1626), ambos en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, mantienen estas personales características a lo largo de su carrera. Y ello a pesar de que ésta no se produce mediante un recorrido lineal y uniforme, sino dividido en ciclos de febril actividad, separado por periodos de silencio, como muy bien observó Hernández Díaz. Algunos atribuyen las fases de inactividad a crisis repetidas de una enfermedad crónica que le atenazó hasta desembocar en una muerte relativamente temprana.
Lo mismo observamos en el San Juan Evangelista, recientemente atribuido, que se venera como San Marcos en la iglesia sevillana de este nombre [2]. Aquí aparece sin embargo el tono patético del gesto, anhelante, implorante, atento a la inspiración divina. Este rostro de San Juan, maduro y barbado, tan característico, muestra rasgos recurrentes en las interpretaciones masculinas del autor. Nada nos ha quedado de la imagen física de Mesa, pero se nos antoja que su aspecto no debió de ser demasiado distinto al que vemos en estas figuras. Constituyen sin duda un ideal de belleza para el artista, un ideal que de algún modo pudo coincidir con la secreta satisfacción que le producía su propio ego, reflejada también en el entusiasmo de su firma en los días felices que debieron transcurrir entre 1618 y 1623.
El realismo es la otra gran aportación de la estética de Juan de Mesa. El padre Ceballos lo ha destacado con agudeza al comentar las figuras de los santos jesuitas Diego Kisai, Juan de Goto y Pablo Miki, procedentes de la Casa Profesa y actualmente en el Museo de Bellas Artes de Sevilla [3]. Realizadas en 1627 para celebrar la beatificación de estos mártires japoneses, Mesa se inspiró en personas reales, consiguiendo tres espléndidos retratos, especialmente el del último.
Ese realismo se hace sufrimiento en la cuidadosa descripción visual del cuerpo martirizado de Cristo en la Cruz, con la que Mesa consigue sus mayores éxitos y anticipaciones plásticas. En 1620 termina el Cristo del Amor, contratado dos años antes. Se tomó su tiempo para conseguir una obra que, siendo deudora de la moda impuesta por Martínez Montañés, proclama unos valores radicalmente nuevos. Es necesario destacar que la cofradía que lo encarga acepta el reto de venerar una imagen absolutamente diferente a lo que podía verse en Sevilla, aunque siguiera el modelo del Cristo del Calvario, que había tallado Francisco de Ocampo en 1611, siguiendo la pauta del montañesino de la Clemencia. Hernández Díaz destacó ya el dramatismo que ofrece esta sagrada efigie, frente al idealismo de Montañés, y también, su carácter procesional: “No es imagen pensada tan sólo para el templo: espera la llegada de los fieles para confortarles, pero quiere buscar en la calle a todos los hombres […]” [4].
Al mismo tiempo que el anterior talla el Crucificado de la Conversión, terminado también en 1620, que venera la cofradía de Montserrat. Nuevamente encargo de cofradía, es ahora un Cristo vivo, que se eleva con esfuerzo sobrehumano en el madero del patíbulo para dirigirse a Dimas. El Buen Ladrón proclama la inocencia del Justo y recibe la promesa del Paraíso. Mesa se separa definitivamente de Montañés. Como el de la Clemencia, éste es un Cristo que habla, pero no en la intimidad del oratorio, sino en el bullicio de la escena barroca. Mesa lo talla mayor que el natural y con potencia anatómica capaz de atraer la mirada popular. Es un gigante, como correspondería a su carácter divino, pero que se ablanda, haciendo paréntesis en su dolor, ante la realidad de un asesino que le dedica una palabra amable.
La Misericordia se derrama de igual modo en el Cristo de esta advocación, hoy en la iglesia sevillana de Santa Isabel. Realizado en 1622, en el corto espacio de tres meses, es quizá la obra más rápida salida de manos de Juan de Mesa. Como en los casos anteriores es también obra muy personal, pues los contratos obligan a que la talle el propio maestro. Encargado por un fraile mercedario del convento de San José de Sevilla, es imagen de oratorio. Su rostro se dirige a quien le reza a sus pies, reclamando la compasión, porque las fuerzas se desvanecen ya en la agonía premortal. Rostro desencajado e irregular, que denota el virtuosismo en los recursos realistas del maestro. Más pequeño de estatura que los anteriores, es quizá por eso también más cercano, más íntimo.
En 1626 el maestro culmina la obra cumbre, el Crucificado de la Agonía de la iglesia de San Pedro, en Vergara (Guipúzcoa). La había encargado en 1624 un particular, el contador vasco Pérez de Irazábal, que acabó regalándolo a la citada parroquia de su pueblo. El mayor de los Cristos tallados por Mesa, con más de 2 metros, magnifica el modelo logrado en el de MontserrEl escultor demuestra su maestría y esfuerzo creador en el más brillante de los crucificados andaluces. El análisis anatómico es impecable y el tratamiento del paño especialmente minucioso. El héroe muere expresando su voluntad de hacerlo, entregando el espíritu al Padre. Es el Gran Poder de Dios, que antes caminara bajo la Cruz, ahora elevado en ella, completamente inmolado, en el suspiro que precede a la exhalación final.
Y después, la muerte, la Buena Muerte, la Bella Muerte. El Cristo de la Hermandad sevillana de los Estudiantes fue realizado para los jesuitas en 1620. Se destina a una hermandad de sacerdotes de la Casa Profesa. Es coetáneo al Cristo del Amor y la primera de las versiones del Crucificado muerto que elabora el artista. Es evidente que se esmeró en esta obra, muy personal también, que iba para clientes muy especiales. Jesús cuelga aquí del madero describiendo una leve línea serpentina. Un paño ampuloso y estudiado cubre las caderas, contribuyendo a hacer más menuda y débil la figura del Redentor. Es con mucho el más humano de los crucificados de Mesa. Y el más bello, por la serenidad que transmite su rostro dormido más que muerto. Una serenidad que reúne altos valores teológicos que importaban grandemente a los ideales de Trento. Un gesto de sueño divino que encarna la misericordia con el género humano, el placer de haber cumplido la voluntad del Padre, la satisfacción de quien va a triunfar sobre la muerte tras haber culminado la historia de los tiempos devolviendo la amistad entre el hombre y Dios.
Aquel rostro explica que el sacrificio no había sido en vano, que la locura tenía su justificación en aquel acto de supremo amor, de donación hasta la muerte, y muerte de Cruz. Si la imagen vale más que muchas palabras, ésta constituye, por cuanto sugieren sus valores plásticos, un tratado de Teología. No es extraño, pues, que los jesuitas lo estimaran como emblema adecuado a la nueva catequesis, para llegar a Dios a través de los sentidos, para hacernos uno con Él en la contemplación de sus sufrimientos. El éxito de la imagen fue inmediato. En 1621 el pintor Jerónimo Ramírez le encargó un Crucificado que debía inspirarse en el de la Profesa y en 1627 volvería a suceder otro tanto con el que le encarga el pintor Antón Pérez. El primero fue identificado por la historiadora María Elena Gómez Moreno con el que se veneraba en el Colegio Imperial de la Compañía en Madrid [5], que hoy preside la catedral de la Almudena. El segundo no se ha identificado y quizá no llegó a terminarlo, pues le quedaba un mes de plazo para ello cuando murió.
Sin que llegara a superar el modelo, la huella del Cristo de los Estudiantes se mantiene en los excelentes crucificados muertos que talla Mesa en los años siguientes. De 1623 es el Cristo de la Misericordia, de la Colegial de Osuna, encargado por el canónigo Diego de Fontiveros. De 1624 es el de la capilla de la Congregación, del colegio jesuita de San Pedro y San Pablo en Lima [6] y también el muy bello de la Vera Cruz de la parroquial de San Juan Bautista, en Las Cabezas de San Juan (Sevilla). Bernales Ballesteros le atribuyó igualmente el Cristo de las Dominicas de Santa Catalina de Lima [7].
Mucho menos pródigo fue Mesa en la representación del Nazareno, la otra iconografía clave de la Pasión en el marco de intereses de la espiritualidad de Trento. Sin embargo dejó dos interpretaciones ejemplares, suficientes para marcar la vi da de un artista. Son el Señor del Gran Poder de Sevilla y Nuestro Padre Jesús Nazareno de La Rambla (Córdoba). El primero fue contratado en octubre de 1620, el segundo, en abril de 1621, ambos por encargo de cofradías penitenciales que querían renovar con sentido más realista las imágenes de sus titulares.
El Gran Poder sobrecoge ante todo por su monumentalidad. Es la norma de Mesa. Los crucificados suele hacerlos también mayores que el natural, pero los nazarenos están más cerca, los podemos tocar y se presentan vestidos. Se diría que se mueven al ser llevados en sus pasos. Estos son factores teatrales, esenciales en la cultura barroca, en la que ser y actuar tienden a identificarse. A la imagen se le demanda la expresión del actor, precisamente para que hable a los sentidos y remueva las entrañas. El Gran Poder imponía en la soledad de su pequeña capilla de San Lorenzo. Ahora se pierde algo en la lejanía del gran espacio circular de su basílica, pero sigue pesando con el poder del icono. Sobre todo sacude el espíritu racheando su andar sobre la masa silenciosa de la Madrugá.
Las dos imágenes del Nazareno son de talla completa y se distinguen por la novedad del paso largo con el que caminan soportando el peso de la cruz. Suponen la ruptura con el canon clásico y elegante expresado en el Señor de Pasión, obra de Martínez Montañés (h. 1610) y con la forma tradicional de la aceptación de la Cruz, plasmada en el Nazareno de Sevilla por Francisco de Ocampo (h. 1611). Mesa representa el dolor y el poder a base de corporeidad y de expresión. La cabeza del Gran Poder es un logro personal e irrepetible del artista, por su expresión, por su volumen, por los signos del martirio, por su unción sagrada, Todo ello se potencia con el estado de la policromía, que añade un singular efecto dramático.
El Señor de La Rambla presenta una cabeza de concepto similar y una disposición semejante a la del Gran Poder, pues cabe suponer que le fue encargada a Mesa por la admiración que causó la sevillana en los clientes rambleños. Sin embargo, como ya observó Hernández Díaz, “… como ocurre en casos semejantes y es comprobable en la producción de Juan de Mesa, la segunda edición perfecciona y mejora la primera realización” [8]. El rostro del Nazareno rambleño manifiesta mayor suavidad de talla y por tanto más dulzura, menos dramatismo. En ello han influido los avatares históricos y la pérdida de la policromía original. El cuerpo, no obstante, es portentoso, tanto en el análisis anatómico, cuanto en la valiente disposición y equilibrio de la figura. Sorprende la precisión de la talla en una figura concebida para ser contemplada vestida, lo que explicaría el interés del artista por superarse a sí mismo, además en una obra hecha para su entorno natal.
No tenemos ninguna otra obra documentada de Mesa con la iconografía de Jesús con la Cruz a cuestas. De las que se le atribuyen sólo es aceptable la imagen con túnica tallada que se venera en el convento de Santa María de Jesús en Sevilla. Le fue atribuida por Hernández Díaz y muestra, en efecto, unos rasgos coincidentes con los empleados por el escultor. Es menor que el natural y con la curiosidad de la túnica tallada, como es frecuente ver en la escuela granadina.
Como todo artista, Juan de Mesa tenía también altibajos. Se siente a gusto con el Cristo sufriente, pero le abandona la fortuna en la interpretación de Jesús Resucitado. El Resucitado de Tocina (Sevilla), esculpido en el periodo fecundo de 1620, deja ver con claridad las dificultades del maestro, que plantea un canon rechoncho de seis cabezas, con resultado de hombros estrechos y exceso de paño de pureza. Parafraseando a Machado y como signo patente del irremediable cambio de los tiempos, se diría que a Mesa le interesó mucho más “ese Jesús del madero” y no el que anduvo en la mar.
Si consideramos que en la misma fecha debió tallar el hermoso cuerpo del Cristo Yacente de la Hermandad del Santo Entierro de Sevilla, se entenderá la diferencia. Ciertamente que esta imagen estaba destinada a presidir la procesión más solemne de cuantas se celebraban en la Semana Santa sevillana de aquel momento. Mesa se creció en la elaboración de esta imagen que, encerrada en la urna, rara vez permite el completo disfrute de sus altos valores plásticos. Constituye el arquetipo del Yacente andaluz frente a la interpretación castellana, brillantemente resuelta en repetidas versiones por Gregorio Fernández.
El último Cristo Muerto es el que reposa en el regazo amoroso de Nuestra Señora de las Angustias. Este grupo es el testamento artístico del autor, la obra en que trabajaba afanosamente cuando le sobreviene el desfallecimiento que le llevará a la muerte. El tema de la Piedad resulta llamativamente escaso en la escuela sevillana de comienzos del Barroco, lo que acrecienta el valor iconográfico de este grupo. Por otra parte, el rostro de la Virgen es el único documentado hasta la actualidad de una Dolorosa de Juan de Mesa. Sus facciones, cargadas de patetismo, han dado pie a que se le atribuyan otras imágenes. Entre ellas sólo cabría admitir como aceptable Nuestra Señora del Valle, hoy en la iglesia sevillana de la Anunciación.
Autor del artículo: D. Alberto Villar Movellán (Catedrático de Historia del Arte)
[1] Un catálogo actualizado de la obra del artista puede verse en DABRIO GONZÁLEZ, María Teresa, “Catálogo de la obra de Juan de Mesa”. En VILLAR MOVELLÁN, A. y URQUÍZAR HERRERA, A. (Eds.), Juan de Mesa (1627-2002) Visiones y revisiones. Actas de las III Jornadas de Historia del Arte, Grupo ARCA, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, Córdoba, 2003, pp.431-436.
[2] TORREJÓN DÍAZ, Antonio, “La iconografía de San Juan Evangelista en la obra de Juan de Mesa: revisiones y nuevas atribuciones”. En VILLAR MOVELLÁN, A. y URQUÍZAR HERRERA, A. (Eds.), Op. cit., pp. 371-378.
[3] RODRÍGUEZ Y GUTIÉRREZ DE CEBALLOS, Alfonso, “Juan de Mesa y la Compañía de Jesús. La religiosidad postridentina”. En VILLAR MOVELLÁN, A. y URQUÍZAR HERRERA, A. (Eds.), Op. cit., pp. 243-245.
[4] HERNÁNDEZ DÍAZ, J., Op. cit., p. 55.
[5] GÓMEZ MORENO, María Elena, Escultura del siglo XVII, Ars Hispaniae, v. XVI, Madrid, 1963, p. 173.
[6] BERNALES BALLESTEROS, Jorge, “Juan de Mesa en Lima”, Archivo Hispalense, 168, Sevilla, 1972, pp. 77-84.
[7] BERNALES BALLESTEROS, J., Historia del Arte Hispanoamericano. 2 Siglos XVI al XVIII, Alhambra, Madrid, 1987, p. 308. “La escultura en Lima siglos XVI-XVIII”. En Escultura en el Perú, Banco de Crédito del Perú, Lima, 1991, pp.80-83.
[8] HERNÁNDEZ DÍAZ, J., Op. cit., p. 104.
La vida de Juan de Mesa
El 26 de junio de 1583 hay anotada en el Libro de Bautismos de la parroquia de San Pedro de Córdoba la siguiente partida: “… fue baptizado Juan, hijo de Juan de Mesa y de Catalina de Velasco su mujer, fueron padrinos Diego de Guzmán y María Gutiérrez Guzmán”. Así comienza la historia de uno de los escultores más destacados del Barroco andaluz y, sin duda, el de más quilates dramáticos en la representación de imágenes relacionadas con la Pasión de Cristo.
Las noticias de su vida son escuetas, como las de quien no quiere hacerse notar. Probablemente Mesa es una persona que se siente a gusto en el ejercicio de su trabajo, rodeado de ayudantes y discípulos en número no demasiado grande y de un grupo de amigos, tampoco demasiado extenso, entre los que se encuentran sin duda clérigos de distintas órdenes y especialmente de la Compañía de Jesús.
El análisis de la firma que hizo en 1983 Nati Reichardt por encargo de Eloy Domínguez-Rodiño nos puede dar una idea de su personalidad: “Su firma parece indicar un carácter muy apasionado e idealista a la vez. Sentido lógico, actividad creadora y respeto por la historia y la tradición. Gran conciencia de su propio valer y un cierto orgullo lógico por ello. Introversión no muy acentuada. Amor al pasado y a la vez originalidad de conceptos. Capacidad de protección y de ayuda a otros. Cierta sensación de sufrimiento, no sé si pasajero o permanente. La gran jota de ‘Juan’ sugiere la legítima satisfacción de lo conseguido a nivel personal por su propia obra, en contraposición con la escasa importancia que le da a la eme de ‘Mesa’, o sea a su procedencia y entorno familiar” [1].
La siguiente noticia sobre el escultor es de 1607. Tiene 23 años y firma en Sevilla contrato de aprendizaje con el maestro Juan Martínez Montañés. Se trata de una formalización de derecho, puesto que de hecho estaba ya trabajando en el taller desde junio de 1606. Declara que es huérfano y por eso necesita un curador, papel que ejercerá el ensamblador Luis de Figueroa. El plazo establecido acaba en 1610, recibiendo Mesa, como es lo acostumbrado, ropa nueva, compuesta en este caso, según recoge Hernández Díaz, de “sayo, ferreruelo, calzas de paño de Córdoba, jubón de lienzo, dos camisas, un sombrero, dos cuellos, unas medias, zapatos y un cinto” [2].
En el contrato se especifica que debe el maestro terminar de enseñarle el oficio, lo que a todas luces indica que ya sabía algo de él, aunque sólo fuera por la avanzada edad de aprendizaje. Ello ha llevado a ciertos autores a situar su primera enseñanza en Córdoba, confundiéndolo con otros artistas del mismo nombre, pero de estética muy diferente, como los Juanes de Mesa que trabajan en Montilla. Aunque cabe imaginar que su formación se iniciaría en Córdoba, tampoco debe confundirse con el niño de once años de igual nombre que en 1603 es colocado de aprendiz por su abuelo Pedro de Mesa en el taller cordobés del escultor Francisco de Uceda.
Lo que haya hecho Juan de Mesa antes de 1606 es un enigma. Nada hay documentado, ni se conocen viajes que pudieran contribuir a su formación. Sin embargo, existen rasgos en su obra que nos animan a pensar en una temprana relación con Granada, especialmente con el taller de los Hermanos García. El sentido de las cabezas de sus Cristos no es lejano al que aquellos impusieron en la Ciudad del Darro. Montañés hizo en su día también ese peregrinaje desde su Alcalá natal a Granada y luego a Sevilla. Por otra parte, hay granadinos –el más notable, Alonso de Mena- que van a aprender a Sevilla. Las cabezas talladas por Mena en sus Cristos tienen un indudable parentesco con las que hace Mesa, lo que permite sospechar unas fuentes comunes [3].
Alonso de Mena está en Sevilla en 1604, como aprendiz en el taller de Andrés de Ocampo. Este autor, jienense como Montañés, había trabajado en el Palacio de Carlos V en Granada y en el retablo de Santa Marta en Córdoba. Ese taller pudo haber sido un buen punto de entrada en Sevilla para Juan de Mesa. Andrés de Ocampo envió en 1604 a su sobrino Francisco a trabajar con Martínez Montañés y un año después entrará Mesa en el mismo taller. Nada de extraño tendría que el triángulo Jaén-Córdoba-Granada fuera el marco que situó a Juan de Mesa en el taller sevillano de Martínez Montañés.
Una vez concluido su aprendizaje con éste, a partir de 1610, ya aparece Mesa trabajando de modo independiente, con obras como la Inmaculada carmelitana de Las Teresas de Sevilla, de ese mismo año, o la Virgen de la Misericordia del Hospital de Antezana de Alcalá de Henares, de 1611 [4].
Dos años más tarde, en noviembre de 1613, se casará con María de Flores en Omnium Sanctorum y en 1615 se dice vecino de esta misma collación. En 1616 se traslada a la collación de San Martín, donde tendrá casa y taller hasta su muerte. Estas casas se las arrendó al escultor y arquitecto Diego López Bueno, al que tenía que pagar ocho ducados al mes [5]. Estuvieron frente a la portería del Hospital del Amor de Dios, cerca de la Alameda de Hércules.
Entre los artistas más relacionados con este taller hay que recordar al ensamblador Antonio de Santa Cruz, que se había desposado en aquella misma casa con Ana de Flores, la hermana de María, la mujer de Juan de Mesa. Éste precisamente fue el que aportó parte de la dote para la novia, que sin duda vivía con su hermana. Consistió en dos tallas de la Magdalena y la Virgen con el Niño, no identificadas. De sus cinco discípulos documentados, el más conocido es Felipe de Ribas, también cordobés, que entró en el taller como aprendiz en 1621 [6]. Son los otros Juan Vélez, Lázaro Cano, Juan de Vargas y Francisco de la Puerta, de los que se tiene escasa noticia. Sabemos también los nombres de dos oficiales del taller, Miguel de Descurra y Manuel de Morales.
Pocos datos aporta la documentación conocida para explicar los detalles de su vida. La discreción es su nota característica, como corresponde al quehacer de un artesano. Mesa está lejos de las ambiciones de su maestro Martínez Montañés y de las inquietudes por obtener el grado de nobleza en su actividad, que preocuparon a algunos artistas del gremio. Debió acomodarse a la situación que le tocó vivir, que es la de artesano de la madera, pero tenía una sensibilidad especial que le permitió intuir lo que los nuevos tiempos iban a requerir de la imaginería sagrada.
Su obra se centra precisamente en la talla de imágenes, más que en la composición de retablos, que era sin duda el negocio más saneado para los de su gremio. En este sentido podemos decir que está más interesado por el resultado íntimo y espiritual de la imagen que por la fastuosidad de la teatralidad barroca. Sin embargo, el trozo de alma que pone en sus imágenes hace que atraigan tan poderosamente que su mensaje no caduca en la intimidad del oratorio, sino que se crece en el altar de multitudes que constituye la procesión.
Ahora bien, no podrá discutirse que ese mensaje llega mucho más completo en el silencio roto por el paso racheado que en la exultante brillantez de la trompetería. La imagen de Mesa está concebida para la meditación. Sus valores se enaltecen en la contemplación de sus detalles, que reflejan el sufrimiento de una anatomía humana perfectamente analizada y, por ello, imperfecta. Son esas las imperfecciones que nos hacen entender mejor la representación, que nos traen más cerca la realidad de ese Hombre, injustamente martirizado por nuestras culpas, necesariamente martirizado para nuestra redención.
El mensaje de la obra de Mesa se desvanece en la medida que crece el estruendo a su alrededor. Se produce entonces algo así como la crisis del sacro espectáculo. Es la multitud que grita “¡Crucifícalo!”, que lo vitorea como un rey caído, sabiendo que en su muerte está nuestra victoria: “¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!”. Pero entre la multitud hay gente que sufre con el espectáculo, gente que calla y no aplaude las chicotás, pensando unos en la profundidad del misterio, otros en el recuerdo de un autor también sufriente.
Es probable que ese apego a lo íntimo sea fruto de la idiosincrasia cordobesa y quizá de su formación en Granada, si la hipótesis de su estancia en la bella ciudad fuera cierta. De cualquier modo no imaginamos a Juan de Mesa como un hombre del todo feliz. La potencia de su gubia, el expresionismo que su temperamento demanda de la mano que talla revelan un espíritu desasosegado. Antonio Muro Orejón, uno de los investigadores que contribuyeron a dar a conocer su figura y obras, estimaba que había padecido una enfermedad cíclica, probablemente la tuberculosis. Nosotros imaginamos la angustia de la pareja, Juan y María, que no había podido conseguir hijos, rezando ante la reliquia de la Santa Espina, que hoy venera la Hermandad de Nuestra Señora del Valle en la iglesia de la Anunciación y que entonces estaba en su parroquia de San Martín. Esa reliquia tenía probada efectividad en relación con la obtención de descendencia, pero a Juan y María no les fue concedido ese favor.
Juan es hombre discreto, serio y cumplidor de sus compromisos. Lo vemos fiando a los amigos en los contratos y préstamos. Lo vemos también ayudando a sus cuñadas con ocasión de sus bodas. Debió ser cariñoso, en ocasiones bondadoso, pero orgulloso de su propia habilidad. Puede afirmarse que sabía moverse en los ambientes que más interesaban a su actividad, como demuestran las frecuentes relaciones con otros artistas.
La muerte le llega a Mesa con la misma discreción que había distinguido su vida. Testó un 25 de noviembre, estampando su última y temblorosa rúbrica, falleció el 26, que era viernes, y al día siguiente se le enterró en su parroquia de San Martín. El que estaba llamado a ser el más afamado de los discípulos del maestro, Felipe de Ribas, había tenido que volver a Córdoba poco antes, de modo que María, su viuda, traspasó el taller a otros dos escultores del círculo de Mesa, Gaspar Ginés y Luis Ortiz de Vargas. El instrumental del taller lo había dejado Juan en el testamento a su cuñado, el maestro ensamblador Antonio de Santa Cruz.
De este modo pasó la figura de Juan de Mesa, en silencio, como tantos cientos de artesanos que trabajaron en la Sevilla arrogante del siglo XVII. Martínez Montañés tomó buena nota de las novedades que había introducido su antiguo discípulo y oficial, modificó su estilo y fagocitó para la historia el grueso de la producción imaginera de Juan de Mesa. Hay que esperar a 1882 para encontrar de nuevo el nombre de Juan de Mesa como autor del Crucificado de la Misericordia, en las Glorias de Bermejo [7]. Más tarde aparecerá en los trabajos de José Gestoso y especialmente de Adolfo Rodríguez Jurado. En 1927, tres siglos después de su muerte, el jesuita Padre Gálvez publica el documento hallado en la imagen de San Francisco Javier del colegio de San Luis, en El Puerto de Santa María, donde Juan de Mesa se declara cordobés y discípulo de Martínez Montañés [8]. Ya entonces los investigadores del Laboratorio de Arte de la Universidad de Sevilla estaban realizando un ingente trabajo de lectura documental en el Archivo de Protocolos Notariales, destacando las aportaciones de Miguel del Bago, Heliodoro Sancho y especialmente Antonio Muro Orejón [9]. Uno de aquellos jóvenes investigadores, José Hernández Díaz, estaba llamado a ser el mejor conocedor y difusor de la vida y obra de Juan de Mesa y Velasco.
Autor del artículo: D. Alberto Villar Movellán (Catedrático de Historia del Arte)
[1] DOMÍNGUEZ-RODIÑO Y DOMÍNGUEZ-ADAME, Eloy, “Aspecto humano de Juan de Mesa”, ponencia presentada a las Jornadas de Estudio sobre Juan de Mesa (1583-1627) y la escultura andaluza de su tiempo, Sevilla, 13 a 16 de diciembre de 1983.
[2] HERNÁNDEZ DÍAZ, José, Juan de Mesa. Escultor de imaginería (1583-1627), Colección Arte Hispalense, 1, Diputación de Sevilla, 2ª ed., Sevilla, 1983, p. 22.
[3] VILLAR MOVELLÁN, Alberto, “Juan de Mesa y Alonso de Mena: enigmas e influencias”, Apotheca, 3, Departamento de Historia del Arte, Universidad de Córdoba, Córdoba, 1983.
[4] CANO NAVAS, María Luisa, El convento de San José del Carmen de Sevilla, Publicaciones de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 1984, p. 81. LUNA MORENO, Luis, “Una obra de Juan de Mesa: La Virgen de la Misericordia del Hospital de Antezana, de Alcalá de Henares”, Apotheca, 3, pp. 57-67.
[5] MURO OREJÓN, Antonio, Artífices sevillanos de los siglos XVI y XVII, Documentos para la Historia del Arte en Andalucía, IV, Sevilla, 1932, p.78.
[6] DABRIO GONZÁLEZ, María Teresa, Los Ribas. Un taller andaluz de escultura del siglo XVII, Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba, Córdoba, 1985.
[7] BERMEJO Y CARBALLO, José, Glorias religiosas de Sevilla ó Noticia histórico-descriptiva de todas las Cofradías de penitencia, sangre y luz fundadas en esta Ciudad, Imprenta y Librería del Salvador, Sevilla, 1882. Reed. facsímil, Diputación de Actos Formativos de la Hermandad de Jesús Despojado, Sevilla, 1977, p. 54.
[8] GÁLVEZ, Carlos, “Dos esculturas de Juan de Mesa en el Colegio de San Luis Gonzaga del Puerto de Santa María”. AA.VV., Documentos para la Historia del Arte en Andalucía, I, Laboratorio de Arte de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 1927, pp. 75-76.
[9] MURO OREJÓN, A., Artífices… Op. cit.